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HSG - Burke - La cultura popular en la Europa moderna

AUTOR: Burke
TEXTO: La cultura popular en la Europa moderna

EL MUNDO DEL CARNAVAL

Mitos y rituales
En la cultura tradicional popular europea el escenario más importante era el de la fiesta: fiestas familiares (bodas); comunitarias (la celebración de distintos santos); fiestas anuales (Navidad, Pascua, etc.) y finalmente el carnaval. Eran estas ocasiones cuando la gente dejaba de trabajar para comer, beber y agotarse hasta no dar abasto.
En general, estos actos se oponían a lo cotidiano, eran momentos de despilfarro precisamente porque la vida diaria estaba dedicada al ahorro meticuloso. En los días de fiesta se utilizaban vestimentas especiales, las cuales eran la prueba de que no se trataba de un día cualquiera.
Algunos tipos de representaciones se celebraban únicamente durante las fiestas. Era los casos de los juegos de mayo en Inglaterra, o su equivalente toscano el maggi o bruscelli; también el auto pastoril español, que se celebraba durante las navidades, o los autos sacramentales del Corpus Christi, sin mencionar las muchas formas de teatro carnavalesco.
Desde la perspectiva socióloga se ha sugerido que en las sociedades tradicionales, el hombre vivía “recordando la fiesta pasada y esperando la siguiente”. Durante las fiestas más importantes de una ciudad, la población urbana se veía incrementada por la llegada de los campesinos de alrededores. Las peregrinaciones a los lugares de devoción, especialmente en los días de fiestas mayores, que eran importantes acontecimientos de la vida de las personas.
De acuerdo a Burke, discutir sobre las fiestas implica hablar del ritual, concepto que define como al uso de la acción utilizada para expresar significados. La vida cotidiana en la Europa moderna estaba llena de rituales, tanto religiosos como seculares; sin embargo, a algunos de ellos se les confería una categoría más especial, de estos últimos sólo han sobrevivido muy pocos ejemplos que se hace difícil reconstruirlos con la necesaria fiabilidad ya que pueden sufrir de diversas modificaciones. Un caso muy notorio es el de la figura e historia alrededor del personaje de Robin Hood y el de San Juan Bautista donde ambos parecen haber adquirido el rol de un espíritu del bosque. Así, no sería difícil percibirlos como un fauno o un salve de los bosques, una figura muy popular en el arte medieval, que –al parecer- representaba a la naturaleza (en oposición a la cultura).Lo que Burke extrae de las historias (¿leyendas?) de Robin Hood y San Juan Bautista es que en ocasiones el ritual influye en el mito.

El Carnaval
Es la fiesta más popular e importante del año y el momento para decir, al menos una vez y con relativa impunidad, lo que a menudo se pensaba. Era también la época preferida para la representación de obras teatrales, muchas de las cuales no pueden entenderse sin conocer los rituales carnavalescos a los que se aludía en numerosas ocasiones.
Burke sostiene que para la interpretación de los carnavales típicos es necesario partir de las evidencias que han sobrevivido. La mayoría de las fuentes provienen de Italia y se refieren a ciudades, con lo que es difícil que el carnaval ayude a comprender la cultura campesina, aun a pesar de que muchos campesinos vivían en las ciudades y a que otros muchos se acercaban a éstas durante su celebración. Además, ningún carnaval era exactamente igual a otro. Había variantes regionales, cambios debidos al clima, a la situación política o, por ejemplo, al precio de la carne en un momento dado. Sin embargo, estas variaciones no pueden ser apreciadas si no las comparamos con un carnaval de la Europa moderna, con un modelo reconstruido.
La estación del carnaval comenzaba en enero, en algunas ocasiones a finales de diciembre, y se iba haciendo más excitante a medida que se acercaba la cuaresma. El lugar privilegiado para su celebración, eran las plazas abiertas de las ciudades. El carnaval puede verse como una inmensa obra de teatro, representada en las calles y las plazas principales, convirtiendo a la ciudad en un inmenso escenario sin paredes y donde sus habitantes –ya fuesen actores o simples espectadores- podían observar las escenas desde sus balcones.
La acción de esta representación estaba compuesta de una serie de acontecimientos más o menos formalmente estructurados. Entre ellos destacaba, en primer lugar, la ingestión masiva de carne, tortas, etc.; llegando a un punto culminante el martes de carnaval, que se decía que la gente metía en sus barrigas la provisión de dos meses, o que lastraban (JAJAJ DICE ESO!) sus vientres con la carne necesaria para hacer un viaje idea y vuelta hasta América.
Por lo común, la gente se disfrazaba. Los hombres se vestían de mujeres y éstas se hombres; otros de los disfraces populares eran los de clérigo, diablo, bufón, hombres y animales salvajes, por ejemplo de oso (no sólo se vestían como los personajes citados sino que también imitaban sus comportamientos.)
También los animales eran víctimas muy comunes de la locura carnavalesca. Los perros, por ejemplo, podían ser manteados y los gallos golpeados hasta su muerte. Las agresiones también podían ser verbales, produciéndose un variado intercambio de insultos o de canciones compuestas con versos satíricos.
Otras diversiones –más formalizadas- eran actividades especiales organizadas por clubes o fraternidades lideradas por “reyes” o “abades” del malgobierno, compuestas sobre todo –pero no exclusivamente- por jóvenes varones procedentes de las clases superiores. Las representaciones se basaban en la “improvisación”, ya que carecían de guión escrito y (probablemente) de ensayos previos. Estas actuaciones a menudo incluían los siguientes tres elementos:
-En primer lugar, una procesión compuesta –probablemente- de carrozas llenas de gente disfrazada de gigantes, diosas, demonios, y de otros personajes.
-Segundo, otros de los elementos constantes en el ritual carnavalesco era algún tipo de competición. Entre las más populares se encontraban las carreras en círculo, las de caballos y las pedestres.
-El tercero de los elementos comunes a todos los carnavales era la representación de una obra teatral: ésta podía ser de cualquier tipo, aunque generalmente se trataba de una farsa.
Muchos de los juegos se centraban sobre la misma figura de <<Carnaval>>. Este generalmente tomaba la forma de un hombre gordo, barrigudo, alegre, rodeado de productos comestibles (salchichas, aves de corral, conejos), sentado sobre un barril o acompañado por un caldero de macarrones. Por contraste, <<Cuaresma>>, tomaba la forma de una mujer vieja y delgada, vestida de negro y rodeada de pescados.
Existen evidencias que sugieren que las batallas entre Carnaval y Cuaresma no sólo eran productos de la imaginación de Bruegel, el Bosco u otros pintores, sino que algunas se escenificaron públicamente.
(Nótese que habla de este cuadro de Bruegel, agrandar para ver bien!)
El último acto de las fiestas a menudo era un drama en el cual <<Carnaval>> era sometido a juicio, confesaba sus delitos, hacía su testamento, se le ejecutaba –generalmente en la hoguera- y, por último se celebraba su funeral.

El mundo del revés
¿Qué significaba el carnaval para los que tomaban parte en él?
De acuerdo a Burke, los tres temas más importantes en los carnavales –en su sentido real e imaginario- eran la comida, el sexo y la violencia.
El primero de ellos, la comida. El consumo exagerado de carne de cerdo, de vaca y de otros animales era –desde luego- real, pero también jugaba aun cierto papel simbólico en las distintas celebraciones carnavalescas. El personaje de “Carnaval” llevaba colgados de sus vestidos de gallinas y conejos. La carne también significaba la “carnalidad”. Como es normal, el sexo era mucho más interesante que la comida desde el punto de vista simbólico, ya que las formas en que se disfrazaba transparentaban significados como si fuesen finos velos. El período carnavalesco era un tiempo de intensa actividad sexual. Burke sostiene que no parecería exagerado que interpretemos como símbolos fálicos los disfraces que tenían largas narices o cuernos, y la gran salchicha que llevaban en procesión por ejemplo, en Koenigsberg.
Tanto el gallo como el cerdo, eran símbolos conocidos de lasciva, mientras que los habitantes velludos de los bosques y los osos –ambos presentes en los carnavales, en los que podían secuestrar a mujeres- lo eran de la virilidad.
El carnaval no sólo era una fiesta dedicada al sexo, sino también estaban presentes la agresión, la destrucción o la profanación. Se podría llegar a sugerir que el sexo era una especie de intermediario que ligaba la comida con la violencia.
La agresión se ritualizaba en las batallas fingidas en los partidos de fútbol o se desplazaba hacia objetivos que no podían defenderse: gallos, perros, gatos o judíos, a los que se les tiraba piedras y barro durante la carrera anual que celebraban durante el carnaval en Roma. Además, no eran infrecuentes actos de violencia más seria, ya fuese porque los insultos iban demasiado lejos o porque el carnaval era un buen momento para resolver viejas rencillas.
Lévi-Strauss analiza cómo analizar las distintas contradicciones que encontramos al interpretar los mitos, los rituales y otras formas culturales. En el caso del carnaval existen dos tipos de enfrentamientos que crean el contexto desde el que estudiar muchos de los elementos de la fiesta.
La primera de estas oposiciones es la que se daba entre <<carnaval y cuaresma>>, personificados generalmente por un hombre gordo y una mujer delgada, respectivamente. De acuerdo con la doctrina de la Iglesia, la cuaresma era un tiempo de ayuno y abstinencia, no sólo de carne sino también de huevos, sexo, ir al teatro y otras diversiones.
Todo lo que carecía de cuaresma era enfatizado, de forma natural, en el carnaval, quien era joven, gordo, alegre, sensual, gran comedor y bebedor.
La otra oposición básica es la siguiente, Carnaval no sólo se oponía a Cuaresma, sino también a la vida diaria, no únicamente a los cuarenta días cuaresmales – que comenzaban los “miércoles de ceniza”-, sino también el resto del año. El carnaval era la encarnación del “mundo de revés”, uno de los temas favoritos de la cultura popular en la Europa moderna.
Representado a través de la inversión física: la gente caminando cabeza abajo, las ciudades en el cielo, el sol y la luna en la tierra, los peces volando o –el más común en las procesiones carnavalescas- el caballo trotando hacia atrás y el jinete encarnado hacia la cola del animal.
También podemos encontrarnos con una inversión de las relaciones entre los hombres, ya sean éstas referidas a la edad, el sexo u otros elementos del estatus social.
Es mucho más fácil documentar la actitud de las clases dirigentes, para quienes estas imágenes simbolizan el caos, el desorden, el desgobierno. Todos los que se oponían al cambio en este período las caracterizaban –literalmente- como <subversivas>, como un intento de trastornar el mundo establecido. Su idea era que el orden existente tenía un origen natural y cualquier alternativa a éste conducía inexorablemente al desorden.
Burke sostiene que es mucho menos evidente, sin embargo, que el pueblo común viese el mundo patas arriba como algo malo.
Por otra parte, el carnaval también era un tiempo de comedias, que a menudo reproducían situaciones contrarias a la realidad, en las que se detenía al juez o donde la mujer triunfaba sobre su marido.
El carnaval era, en resumen, un período de desorden institucionalizado, un conjunto de rituales sobre la inversión del mundo conocido.

Otro de los temas más interesantes, es el de la juventud. Es probable que el mundo desordenado al que nos referimos anteriormente, también fuese un símbolo del rejuvenecimiento, del retorno a la licenciosidad de los años que preceden a la edad madura.
Lo que está claro es que el carnaval era polisémico, significaba cosas diferentes para personas distintas. Los significados cristianos se superponen sobre los paganos sin que éstos fueran totalmente eliminados. El resultado de todo ello, es que el carnaval tiene que ser leído como si fuese un palimpsesto. Los rituales carnavalescos transmitían mensajes sobre la comida, el sexo, la religión y la política.

Lo carnavalesco PAG 13-
NOTA: Buscar bien pero son muchos ejemplos de lugares de Europa donde el carnaval no se celebraba con la misma intensidad o directamente no se hacía. Esto podría estar relacionado con el clima. Aunque se celebraban “fiestas” que tenían sus funciones y reproducían sus características.


El repertorio de rituales públicos también estaba presente en determinados eventos que no formaban parte del ciclo anual de fiestas, tales como: ejecuciones públicas, la “entrada” solemne de personajes importantes en la ciudad, la celebración de victorias (coronaciones o nacimientos de infantes reales) y – al menos en la Inglaterra del siglo XVIII- las elecciones parlamentarias, todo adquiría tonos carnavalescos.
Un ritual más común en la Europa moderna, era de la ejecución; un acto público cuidadosamente manejado por las autoridades para mostrar al pueblo que el delito no tenía ninguna compensación.
También las formas menores de castigo público eran presentadas en formas dramáticas, como los azotes que se daban a un condenado a quien se llevaba por el centro de la ciudad montado en un carro, o como –la forma más carnavalesca de todas- el castigo que se inflingía a aquellos que practicaban la medicina sin tener la cualificación requerida. Estas representaciones, como el carnaval, necesitaban la presencia del público; todas ellas ofrecían oportunidades para el sadismo (tirar piedras y lodo contra los condenados), al igual que se hacía contra los judíos que participaban en la carrera que recorría las calles romanas. Sin embargo, los públicos no siempre reaccionaban como esperaban o querían los organizadores de estos ritos, y la multitud no interpretaba necesariamente estos procedimientos del mismo modo en que lo hacían las autoridades. En algunos casos podían simpatizar con el criminal y la representación se estructuraba de tal forma que pudiesen expresar estos sentimientos.
El contenido carnavalesco también estaba presente en los ritos de la justicia popular, especialmente en el famoso charivari. Este era, siguiendo una famosa definición inglesa del siglo XVIII, una <<difamación pública>> y, especialmente, <<una balada infame [o infamante], cantada por un grupo de personas armadas, bajo la ventana de un viejo chocho que el día anterior se había casado con una joven libertina, como burla contra los dos>>. La víctima, sus vecinos o su efigie, podrían ser llevados por las calles, montados sobre sobre un asno, presumiblemente para mostrar que la infracción del matrimonio convencional era como poner el mundo al revés mientras que golpear cacerolas y sartenes era producir una antimúsica. Los rituales del charivari podían usarse fuera del contexto matrimonial, ya sea contra predicadores o terratenientes.
Es lógico que todas las fiestas fuesen un carnaval en miniatura, ya que ése era una excusa para el desorden y porque reunía un repertorio similar de formas tradicionales, entras las que destacaban procesiones, carreras, batallas, bodas y ejecuciones fingidas.
Lo que Burke trata de sugerir es que las fiestas más importantes del año tenían rituales comunes y que, en este sentido, el carnaval reunía un número importante de éstos.

¿Control o protesta social?
Desde una perspectiva de análisis antropológico sobre los mitos y rituales, ha llamado la atención sobre el hecho de que éstos juegan unas determinadas funciones sociales, ya sean sus participantes conscientes o no de tal hecho. Entonces, ¿Cuáles eran las funciones del carnaval? Todas le daban al pueblo la oportunidad de mirar más allá del presente, al tiempo que la comunidad se señalaba a sí misma mostrando su habilidad para lograr un buen espectáculo. Quizás las mismas burlas contras los extraños fueron, entre otras cosas, una forma dramatizada de expresar la solidaridad interna de la comunidad.
Volviendo al charivari, parece haber tenido una función de control social, ya que era el modo por el que una comunidad, villa o parroquia urbana expresaban su hostilidad contra los individuos que rompían las normas, abriendo así gritas en la costumbre tradicional. Sin embargo, si tenemos en cuenta la comunidad enfrentada, el uso del término “control social” puede resultar erróneo, si antes no nos preguntábamos qué grupos utilizaban estos rituales como formas de control sobre otros. Las clases gobernantes, conocedoras de la historia romana, eran conscientes del uso que se podía hacer “pan y circo”.
Desde una perspectiva del análisis funcional es mucho más interesante, en aquellos rituales que aparentemente expresan una protesta contra el orden social, pero que en realidad son contribuciones a su mantenimiento. Algunos antropólogos sociales, como Max Gluckman, explica esta “licencia en el ritual” –como él mismo la denomina-, recurriendo a su función social: <<La superposición temporal de los tabúes y limitaciones normales, sirve obviamente para resaltarlos>>. Aunque aparentemente son protesta contra el orden social, estas acciones son en realidad <<un intento de preservar, e incluso de reforzar, el orden establecido>>. Gluckman al afirmar que en aquellos lugares donde el orden social era seriamente cuestionado no se daban los “ritos de la protesta”. De forma similar, Turner argumenta que estos ritos conducen a una “experiencia estática”, a una exaltación del sentido de la comunidad, seguido por un “regreso sobrio” a la estructura social normal (en otras palabras, reafirmando el principio jerárquico.)
Sí el mundo al revés era representado regularmente, ¡por qué lo permitían las clases dirigentes?
Es como si éstas fuesen conscientes que una sociedad como la suya –con profundas desigualdades socioeconómicas- no podría sobrevivir sin una válvula de seguridad, a través de la cual las clases subordinadas purgasen sus resentimientos y viesen compensadas sus frustraciones.
El juicio, la ejecución y el funeral de <<Carnaval>> pueden así, ser interpretados como una demostración pública de que el tiempo del éxtasis y la licenciosidad había finalizado, y que debía emprenderse un “regreso sobrio” a la realidad cotidiana.
Burke sostiene que a pesar del valor de la teoría de la “válvula de seguridad” o del “control social”, los carnavales y otras fiestas no deben interpretarse únicamente desde esta perspectiva. Por ejemplo, en cualquier caso en la Europa del período moderno –entre 1500 y 1800- los rituales de la revuelta coexistían con un cuestionamiento profundo del orden social, político y religioso. La protesta se expresó a través de formas ritualizadas, pero éstas siempre fueron suficientes para contenerla, según puede deducirse de los numerosos edictos que prohibían llevar armas durante los carnavales (como paso en Palermo, Italia en 1648).
Si dejamos el punto de vista de las autoridades y pasamos al más inaprensible del pueblo común, es muy posible que aquellos que estaban excluidos del poder viesen al carnaval como una oportunidad de presentar sus propias ideas y así lograr algún cambio.
Los motines pueden ser contemplados como una forma extraordinaria de ritual popular. De acuerdo a Burke, parece claro que los motines y las rebeliones no eran únicamente rituales, sino claros intentos de actuar directamente y no sólo simbólicamente. Sin embargo, los rebeldes y amotinados utilizaban tanto el ritual como el símbolo para legitimar sus actos.

EL TRIUNFO DE LA CUARESMA: LA REFORMA DE LA CULTURA POPULAR

La primera fase de la Reforma: 1500-1650
Volviendo al famoso cuadro de Brueghel, el “Combate de Carnaval y Cuaresma”. Donde se puede interpretar a la figura de <<Carnaval>>, quien está situado en la parte de la taberna, como un símbolo de la cultura popular tradicional, y a <<Cuaresma>>, situada en el lado de la Iglesia, como los clérigos que en esos momentos (1559) estaban tratando de reformar o suprimir muchas de las fiestas populares.
Burke utiliza la frase <<la reforma de la cultura popular>> para describir los intentos que de forma sistemática llevaron a cabo algunas personas procedentes de las clases cultas (descritas por Burke como los “reformadores” o los <<piadosos>>), para intentar cambiar las actitudes y los valores del resto de la población. En este proceso, sería incorrecto sugerir que los artesanos y los campesinos fueron simples “receptáculos pasivos” de estas reformas. Sin embargo, el liderazgo de este movimiento estuvo en las manos de la élite cultural y, especialmente, en las del clero.
Este movimiento reformista no fue monolítico, es decir, tenía dos caras: la negativa y la positiva. El lado negativo fue el intento de suprimir –o al menos de purificar- muchos de los elementos de la cultura popular tradicional. El lado positivo del movimiento consistió en intentar llevar la reforma católica y protestante a los artesanos y los campesinos.
Los reformadores se oponían a ciertas formas de religiosidad popular, tales como las representaciones de temática religiosa (misterios y milagros), los sermones populares y, sobre todo, a las fiestas religiosas, ya fuesen éstas las celebraciones de los días de los santos o las peregrinaciones. También se oponían a un gran número de elementos de la cultura popular secular; una nómina reducida incluiría a los actores, las baladas, las luchas, los charivaris, los charlatanes, los juegos de azar, las tabernas o las brujerías, etc. (estos productos o actores de la cultura popular solían estar asociados con el carnaval.
La reforma cultural no sólo se limitaba a lo popular, en la medida que los piadosos desaprobaban toda forma de espectáculo. Sin embargo, el objetivo más concentrado de ataque fue dirigido contra las reformas de diversión popular.
¿Qué es lo que era incorrecto, desde el punto de vista de los reformadores en la cultura popular? Había dos objeciones religiosas esenciales. En primer lugar, el carnaval no era cristiano porque contenía “restos del paganismo clásico”. En segundo lugar, porque en celebración “el pueblo da rienda suelta al desenfreno”.
La primera de las objeciones puede ser descrita como teológica debido a que las costumbres paganas eran peores que los errores religiosos; aquéllas eran diabólicas. Los dioses y diosas paganas eran considerados como demonios. Los reformadores protestantes llegaron todavía más lejos, al describir como precristianas muchas de las prácticas de la Iglesia católica, como por ejemplo, lo mágico llegó a ser denunciado como una pervivencia pagana. Los protestantes acusaban a los católicos de practicar una religión mágica, al tiempo que los reformadores católicos se esforzaban en purificar de hechizos y ensalmos a la cultura popular. Otro ejemplo son los teatros, que se percibían como una de las formas más peligrosas de magia y, en general, era un lugar común de la teología que el demonio era el maestro de la ilusión.
El charivari, por su lado, fue visto como una burla contra el sacramento del matrimonio; el sermón también fue atacado utilizando razones similares, entre los predicadores que más disgustaban se encontraban aquellos que incluían en sus sermones historias absurdas o fabulosas, los que utilizaban un lenguaje soez y coloquial, “que seguro era el que utilizaban en los burdeles”, y los que hacían comparaciones ridículas o blasfemas, como aquella que convertía un mesón español en el Paraíso. En el caso del drama religioso popular nos encontramos con argumentos críticos similares.
El punto central (de todos estos ejemplos) parece ser la insistencia de los reformadores en diferenciar lo sagrado de lo profano, una separación que en este período llegó a ser más nítida que en la Edad Media. En otras palabras, la reforma de la cultura no fue sino otro episodio de la larga guerra entre lo pío y lo impío, todo ello acompañado de un mayor cambio en la sensibilidad o mentalidad religiosa. Los piadosos se empeñaron en destruir todo rastro de familiaridad con lo sagrado, ya que de lo contrario se engendraría –inevitablemente- la irreverencia.
La segunda gran objeción contra la cultura popular tradicional tenía una base moral. Las fiestas eran denunciadas como momentos propicios para el pecado, especialmente los de embriaguez, glotonería y lasciva, y como aliento a la servidumbre del hombre al mundo, el demonio y –sobre todo- la carne.
Además de la acusación de incidencia, existían otros argumentos morales. La idea de que los juegos y las fiestas provocaban violencia. En el límite entre la moral y la política, nos encontramos con el argumento de que las canciones populares presentaban –con demasiada frecuencia- a los criminales como si fuesen héroes.
En resumen, durante este período nos encontramos con dos éticas opuestas, con dos formas de vida en conflicto. La de los reformadores estaba inspirada por la decencia, la diligencia, la gravedad, la modestia, la disciplina, la prudencia, la razón, el autocontrol, la sobriedad y la frugalidad o, para usar una frase hecha por Weber, por un “ascetismo mundano”.
Weber cometió un error al llamarla “ética protestante”, en la medida que se encuentra tanto en zonas católicas, como en las protestantes.
Desde luego, es ciertamente tentador denominarla “ética de la pequeña burguesía”, porque de hecho llegaría a ser una de las características de los tenderos. Lo que sí parece claro, es que la ética de los reformadores se oponía a una ética tradicional más difícil de definir debido a que estaba menos articulada, pero que sin duda insistía en otro tipo de valores, especialmente de la generosidad y la espontaneidad, y ofrecía una mayor tolerancia hacia el desorden.

De acuerdo a Burke, hasta ahora estuvimos viendo las medidas de reforma y asumiendo que afectó la cultura popular de toda Europa, a pesar de la existencia de diversas creencias religiosas. Ahora, para un historiador occidental es, desde luego, más interesante cruzar las fronteras de la religión ortodoxa, aunque hay razones que nos mueven a creer que también en Rusia se estaba produciendo una reforma parecida. Sin embargo, el momento más álgido del movimiento reformista ruso parece haberse producido a mediados del siglo XVII, asociado con los llamados “filoteístas” o “fanáticos”. El zar apoyó a los fanáticos, publicando en 1648 un edicto “sobre el enderezamiento de la moral y la abolición de la superstición” y dirigido contra los bailes, los violinistas, la magia, los disfraces, los juglares y la “yegua diabólica”, una referencia al “caballo” que iba de casa en casa durante los días de Navidad.
Pero, ¿hasta qué punto existía un paralelismo entre la Europa del este y la del oeste? Para ayudarnos es conveniente que comparemos los dos pasajes que fueron escritos a mediados del siglo XVII. El primero fue escrito por el cura párroco de Nanterre y el segundo procede de la autobiografía del arcipreste Avvakum. Ambos fragmentos dan la impresión que las compañías ambulantes de bateleurs y skomorokhi tenían muchas cosas en común, pero también los reformadores que estaban tratando de suprimirlos.
Teniendo en cuenta estos datos, es importante que veamos al movimiento reformista como a un todo, pero no al precio de hacerlo aparecer como un monolítico; es éste, por lo tanto, el momento de hablar de variaciones. Los reformadores católicos y protestantes no mostraron la misma hostilidad hacia la cultura popular, ni sus posiciones estuvieron fundadas en las mismas razones. La reforma católica tendió a identificarse con modificación, mientras que la protestante lo hizo con la abolición. Los reformadores católicos eran menos radicales ante la cultura popular que los protestantes. Los primeros por ejemplo, no atacaban el culto a los santos, sino sólo sus excesos, como la adoración a los santos apócrifos, o creer algunas historias que circulaban sobre su vida y milagros, o esperar que se podía obtener favores mundanos por su mediación, como curaciones y protección. Desde estas perspectivas, los reformadores católicos no querían abolir las fiestas, sino purificarlas.
La división de los reformadores entre católicos y protestantes es todavía demasiado simple. Los luteranos, por ejemplo, eran más tolerantes hacia las tradiciones populares que los seguidores de Zuinglio o Calvino, y las generaciones posteriores no siempre estuvieron de acuerdo con las que les habían precedido.
Burke propone realizar un breve repaso de la historia del movimiento reformador desde mediados de 1500 hasta aproximadamente 1650. Sostiene que el clero se dedicó a condenar la cultura popular utilizando siempre los mismos argumentos y todo esto desde los primeros momentos del cristianismo. Por otra parte, la tradición de condena sugiere –inmediatamente- la gran resistencia de que gozó la cultura popular. Una y otra conclusión parecen estar en contradicción con la tesis central (nota: sobre el triunfo de la Cuaresma), aunque el Burke sostiene que es posible encontrar una respuesta que resuelva el problema.
Las reformas medievales no fueron sino intentos individuales y muy esporádicos, que difícilmente podían tener influencia más allá de su tiempo o de su zona geográfica, debido a la naturaleza limitada de las comunicaciones medievales. En este proceso tampoco puede descartarse la importancia de la resistencia de la cultura popular, lo que explicaría el hecho de que, desde Tertuliano a Savonarola, todos los reformadores repitiesen –esencialmente- los mismos argumentos. Sin embargo, durante el siglo XVI aquellos esfuerzos reformadores pero esporádicos, son sustituidos por un movimiento mejor coordinado. Desde ese momento, los ataques contra la cultura popular tradicional ganaron en frecuencia y sistematización, tratando de purgarla de su <<paganismo>> y su <<licenciosidad>>.
  • Análisis de Burke sobre Lutero
Sostiene que Lutero fue relativamente comprensivo hacia las tradiciones populares. De hecho, no se opuso totalmente ni a las imágenes, ni a los santos y tampoco fue un enemigo declarado del carnaval. Sin embargo, si ponía objeciones a determinados cuentos que glorificaban la “picardía”. En cualquier caso, los luteranos eran más estrictos que su maestro, como Zuinglio, Calvino, etc., quienes fueron mucho más lejos que Lutero en su oposición a las tradiciones populares, desde mandar a retirar todas las imágenes de las Iglesias de Zurich en 1524 u oponerse a las obras de teatro y a las “canciones deshonestas”.

Sí los ejemplos de medidas que se oponían a la cultura popular son muy escasos con anterioridad a 1550, no fue ésta la situación después del Concilio de Trento, cuyas últimas sesiones –sin duda las más importantes- tuvieron lugar durante 1562 y 1563. En sus intentos de contener las herejías de Lutero y Calvino, los obispos reunidos en Trento promulgaron varios decretos dirigidos a reformar a la cultura popular.
Burke sostiene que lo que pareció como una novedad a partir de la década de 1560, fue la atención que se daba a todo lo que estaba relacionado con la reforma de las fiestas y las creencias del “pueblo iletrado”.

En resumen, desde la década de 1560 nos encontramos con un movimiento organizado dentro de la Iglesia Católica, que apoyaba a los reformadores individuales.

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